sábado, 13 de diciembre de 2008

-Siento haberte despertado -me disculpé-. Quizá te suene raro pero, a decir verdad, sólo quería asegurarme de que estuvieses viva.
Pude sentir cómo ella sonreía plácidamente al otro lado del teléfono.
-Gracias por preocuparte por mí -dijo-. Pero tranquilo. Estoy viva. Y para poder continuar viviendo me mateo trabajando y, ahora, estoy que me caigo de sueño. ¿Vale? ¿Te has quedado tarnquilo?
-Sí -respondí.
-Oye -me dijo ella en tono confidencial-. Vivir es muy duro, ¿no te parece?
-Y que lo digas -admití.
Tenía razón. Vivir es muy duro.
-¿Te apetece que vayamos ahora a comer algo? -le pregunté.
-Lo siento, pero ahora no me apetece comer. Lo único que uiero es dormir a pierna suelta sin pensar en nada.
-Tampoco yo tengo hambre -dije-. Sólo quería hablar contigo. Es que hay varias cosas que quiero decirte.
Se produjo un corto silencio al otro lado del auricular. Ella se mordía los labios y tenía el dedo meñique poesado en el extremo de la ceja. Podía sentirlo.
-Luego, ¿vale? -dijo remarcando cada palabra-. Ahora déjame dormir. Sólo un rato. Y cuando me levante, seguro que todo irá bien. Cuando me despierte te llamo, ¿de acuerdo?
-De acuerdo -dije-. Buenas noches.
-Buenas noches.
Ella dudó unos instantes
-¿Es urgente lo que tienes que decirme?
-No -respondí-. No corre ninguna prisa. Puedo esperar.
Sí, porque me sobra el tiermpo. Diez mil años, veinte mil años. Puedo esperar tanto tiempo como sea necesario.



Sauce ciego, mujer dormida - Haruki Murakami.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

miércoles, 3 de diciembre de 2008

La muerte de los árboles


A veces me da por pensar en cómo mueren los árboles -cuando no mueren talados, quiero decir-. Es casi como preguntarse cómo muere un dios, y no me refiero a la idea de inmortalidad de los dioses, sino cuando los dioses mueren olvidados. Cuando desaparecen Zeus o Mitra o Tot. En mi cabeza aparece un árbol consumiéndose desde dentro, vaciándose hasta que queda completamente hueco. Y puedo verlo ennegreciéndo poco a poco, de pie. Rehuyendo el verde hasta la locura -o toda la locura que puede albergar un árbol- mientras ve desde su quietud el movimiento del mundo. Y se muere y cae en mitad de un bosque. Y entonces algún idiota pregunta si ese árbol hace o no hace ruido. Y pienso en esa misma sensación que de repente te asalta de oquedad, de morir por dentro y de pie, de desmoronamiento y de nadie estar ahí para escuchar el ruido que haces al caer. Y si no hay nadie para escucharlo, ¿cómo vas a hacer ruido? Alguna vez pienso que si por un casual del universo existiese la reencarnación, quisiera reencarnarme en árbol. En una de esas enormes secuoyas, en un baobab, en uno de esos árboles milenarios, con un tronco grueso y nudoso, a ser posible de hoja perenne, porque quiero verme morir durante el otoño y resucitar en primavera. Para que los niños y los adultos que se creen un poco niños trepen hasta la rama más alta. Pero como me asustan las carcomas, las sierras mecánicas, vaciarme poco a poco, desde muy dentro, las raices, ser incapaz de moverme excepto con el viento y la inmortalidad pero no creerme eterna o infinita, ya no sé si quiero ser un árbol.